LA IMPORTANCIA DE LA APARIENCIA PERSONAL (Segunda parte)
El gusto entra por los ojos. Lo primero que atrae a una persona de un plato de comida es su presencia, la forma en que es presentado al público. Por esta razón, en los restaurantes de alta cocina, el chef se esmera no solamente en la preparación de un plato, sino también en su presencia. Si una comida está exquisita pero luce horrible, nadie le prestará atención y el esfuerzo del chef y sus ayudantes de cocina habrá sido en vano, así como una pérdida de tiempo y de los recursos invertidos en su preparación. Y esto sucede en cualquier clase de restaurantes. Similarmente ocurre con un auto. Hay autos que a pesar de su alta calidad, las ventas no satisfacen siquiera las cifras del costo de producción. Y es que el diseño juega un papel muy importante, vital muchas veces, para que auto logre cifras de ventas satisfactorias. Por supuesto, el diseño solo no es suficiente si la calidad es pobre. Por ello, calidad y diseño constituyen prácticamente un dúo inseparable. Lo mismo podemos observar en la mayoría de las actividades del ser humano.
Si lo expuesto anteriormente se cumple para los objetos y hasta en los animales, porque un perro o gato despeluzado, sucio o con mal olor, la gente lo repele, entonces qué podríamos decir con relación a los seres humanos. En el universo en el cual se desenvuelven las personas y sus relaciones entre sí, la presencia personal cobra una dimensión extraordinaria. Basta con observar fotos y pinturas de siglos y hasta de milenios atrás. La gente se esmeraba en lucir bien. Entonces surge de manera obligatoria la pregunta: ¿Y por qué hoy, en estos tiempos llamados modernos, esta tradición tan arraigada durante tanto tiempo ha perdido la importancia que se le otorgaba en el pasado? Este hecho, aparentemente inexplicable, tiene muchas posibles razones que han creado ese estado de dejadez, abandono, informalismo o como se le quiera llamar en la actualidad: la pérdida de los valores éticos, morales y sociales que por siglos y siglos se mantuvieron casi inalterables; la influencia lesiva de los medios masivos de comunicación como la radio, televisión, revistas, internet y celulares; la falta de una educación adecuada en el hogar, la cual se ha ido perdiendo o debilitando con el paso de los años; la crianza y educación recibida por los hijos de madres solteras, que hoy no se ve tan grave como en el pasado, y el mayor problema no es que sea madre soltera en sí, sino que ella se encontrará muy limitada porque se tiene que convertir en la mujer orquesta; las corrientes del feminismo extremo que dicen defender derechos pero que en muchos casos son otros sus verdaderos objetivos; la aceptación social de conductas consideras inapropiadas en el pasado y que hoy se manifiestan abiertamente sin el menor respeto o recato; una educación formal incompleta o nociva en las escuelas, y así podemos continuar señalando infinidad de otras causas. Sin embargo, todas coinciden o tienen un origen común: el ser humano es esclavo de su educación. Si esta educación, ya sea en el hogar, las escuelas o la información que recibe una persona o ser social a través de los medios de comunicación, es, desde todos los puntos de vista, inadecuada o perniciosa, el resultado será un ser humano muy diferente al promedio de épocas pasadas.
La apariencia personal es parte importante en la proyección social y en la concepción interna de un individuo. Hoy, el vestir tan casual o deportivamente de ambos sexos es el resultado de una sistemática y maliciosa influencia de los medios liberales-izquierdistas de información (los cuales odian la luz y la belleza entre otros nefastos problemas u objetivos). Este ha sido un proceso de décadas, en las cuales poco a poco se ha ido modificando la visión de las personas con su vestimenta. Entonces surge de manera generalizada la sustitución de la saya y vestido de las mujeres por los pantalones, rotos o con parches como los mendigos porque eso es modernismo, los cuales hasta se llega al extremo de imitar los pantalones al estilo masculino; los peinados sofisticados de las mujeres por otros bien simples o andar con el pelo sin peinar como si se hubiesen acabado de levantar de la cama; los zapatos, de tacones o no, por los tenis (estos últimos si están sucios, mejor, más a la “moda”); las blusas, algunas mujeres las sustituyen por camisas al estilo masculino porque algunas de ellas piensan que las mujeres no son menos capaces que los hombres, y por tanto hay que borrar toda diferencia injusta y discriminativa; y en los hombres, nada de traje y corbata porque mientras más informal se ande, más sexy y a la última moda.
Todos estos cambios en el vestir, destruyen las tradiciones de siglos y va llevando al ser humano a un estado de enajenación social, de depauperación personal, que le hace ver la vida sin colorido, gris, deprimente hasta el punto de causarle una depresión tan fuerte que pierde el deseo de vivir y hasta le puede conducir al suicidio. Y no exagero. Póngase usted a pensar que observa una multitud de personas de todas las edades, sobre todo jóvenes. Las verá cómo se visten actualmente, entonces imagine esa misma multitud con ropa de vestir, elegante. Sería una diferencia astronómica. Porque no es lo mismo ver a una persona, especialmente a una mujer, bien vestida, arreglada, que verla sin peinar, sin los labios pintados. Le parecerá que está ante una mujer abandonada, sucia, una bruja que solo le preocupa mirar su celular, o preocupada en otras cosas triviales.
Compare esta imagen con la de una mesa. Es lo mismo para usted ver a una mesa bien servida, arreglada, que ver una mesa servida de manera descuidada, con una olla saliéndosele un poco de caldo, granos de arroz dispersos por doquier, un asado descolorido, disperso de forma arbitraria, un puré de papas o patatas en una fuente que parece que no la han lavado en tres meses, etc? ¿Comería usted con el mismo apetito o no se atrevería a sentarse a esta mesa de indigentes?
Todos, en algunos momentos, hemos sido negligentes con nuestra apariencia personal. Pero lo que no podemos es darnos el lujo de que esto se convierta en una norma, una costumbre permanente si es que deseamos mantener el espíritu en alto. La apariencia es nuestro aseo exterior; y si esto ocurre sistemáticamente, nuestra salud mental se verá afectada con el tiempo. Nuestro amor propio (self esteem) se resquebrajará como una pieza de porcelana. Por esta razón, la más poderosa entre otras, es que los mendigos, indigentes (homeless) les es muy difícil recuperarse, regresar a una vida normal. Su espíritu, su yo interno, se ha roto. Y del mismo modo sucede con los demás, los que aún no han llegado al estado de mendicidad o de enajenación social. En estos, la mala apariencia repercutirá desfavorablemente en su subconsciente, y con el tiempo esa degradación paulatina exterior va enfermando su estructura interior, su yo interno. Y entonces esa persona podría convertirse también en un mendigo sin rumbo ni objetivos o en algo peor.
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